SECCIÓN: NARRATIVAS PLURALES

El animal del parque del Sirirí

Las primeras semanas de pandemia serán inolvidables. Con sorpresa vimos que, gracias al confinamiento de los humanos, los animales empezaron a explorar territorios peligrosos para ellos, las ciudades. Dije “vimos”, pero es una verdad a medias. Algunas cosas las vemos en directo, sin mediaciones, con nuestros propios ojos; de otras cosas, en cambio, nos damos cuenta gracias al desarrollo de las telecomunicaciones que, en tiempo casi real, nos permiten conocer lo que ocurre en el mundo.

Un video en las redes sociales me hizo pensar que estábamos viviendo escenas de la película El planeta de los Simios. Mostraba a cientos de macacos en las calles de Loptburi (Thailandia) comportándose como hordas de saqueadores a causa del hambre debido a la ausencia de turistas; otros videos me hicieron soñar en un despertar de la sensibilidad del ser humano ante los estragos del cambio climático, por ejemplo, los que mostraban lobos marinos deambulando por las calles del puerto del Mar del Plata (Argentina), delfines en las costas de Cartagena de Indias, jabalíes en Madrid, pumas en Santiago de Chile, zorros cañeros en el pie de montaña de Cali, guatines atravesando la calle quinta en la madrugada o ibis negros por la Avenida Pasoancho.

Estos animales se pudieron apreciar en los sectores donde hay corredores ambientales. Cerca de mi casa (vivo en el barrio La Playa, a cien metros del río Meléndez, al lado de Unicentro) a menudo veo zarigüeyas, iguanas, guatines, ardillas; una mañana vi una nutria en el río y, el mismo día en la tarde, vi unos pescadores de caña y les pregunté si habían cogido algo. Me mostraron seis pescaditos. El río todavía está vivo, pensé. Amé el confinamiento de los seres humanos porque permite ver caminar, reptar, nadar y volar sin miedo a los que viven.

Detrás del centro comercial Unicentro y al lado de la unidad residencial Multicentro queda un parque. No tiene nombre, llamémosle Parque del Sirirí. Es un lugar de paso de gente que saca a pasear sus perros, que hace deporte, que se fuma un bareto, que pasea en familia; parque de enamorados que, a la sombra de los samanes, ven pasar la tarde.

El asunto es que en el Parque del Sirirí, después de la segunda semana del toque de queda por la pandemia empezaron a aparecer tarros de basura volcados y bolsas plásticas despanzurradas. Todo mundo sabe que los animales desesperados por el hambre entran a la ciudad y atacan los basureros. Pues bien, eso fue lo que pensamos los vecinos del barrio la Playa y de Multicentro.

Con el servicio de restaurantes restringido a domicilios y comida para llevar, el Parque del Sirirí se convirtió en clandestina mesa de picnic. Algunos comensales dejaban (y dejan) botellas, vasos plásticos, latas de cerveza, cajetillas de cigarrillos, platos o cajas de icopor con algo de sobras en el mismo lugar donde comen; otros, más decentes, llevan la basura a los botes que ha emplazado la Alcaldía. Los tarros de basura amanecían revolcados y el parque convertido en un basurero.

Los vecinos estábamos molestos. Y no era para menos. La basura nos afeaba el paisaje de la caminada en los días de la interminable cuarentena. No había mañana en que el verde del parque no amaneciera mancillado por las blancas basuras de los platos plásticos y las cajas de icopor.

Algunos vecinos inculparon a los vendedores de Rappi y de Uber Eats que se parqueaban en el Parque del Sirirí a esperar la llamada que les diera el empleo del domicilio; ellos dijeron que no les convenía tener el parque sucio; otros vecinos le echaron la culpa a los marihuaneros, como siempre; las señoras de la iglesia inculparon a los enamorados que pasaban la tarde comiéndose a besos debajo de los árboles, pobrecitos ellos, los desplazados, sin moteles abiertos, qué pecadito. Todos tiramos basura, incluso la de la mierda de nuestros perros. Todos somos responsables. La pregunta es quién expulga la basura de los tarros y despanzurra las bolsas plásticas.

–Un animal.

–En Canadá, los osos son los que vacían los basureros. Y hasta se meten a las casas en busca comida.

–Pobrecitos. Es la hambruna por el cambio climático.

— Pero en Colombia no hay osos.

— Sí, tenemos el oso de antojos.

— Quería decir que por aquí, en los Farallones, no hay. En el país ya casi no quedan.

— Mi abuelo contaba que los indios cazaban los osos con trampas y que los mataban con lanzas para tomar su sangre. Porque la sangre de oso lo vuelve a uno más fuerte, decía. Usaban la manteca de oso para ponérsela a los niños en el ombligo para que nunca se herniaran.

— No creo que sea un oso. El animal que sea, pobrecito, debe tener mucha hambre.

— Qué peligro. Además qué feo queda el parque con tanta basura.

Otros vecinos concluyeron que el problema no eran los animales sino la inoperancia de la empresa de aseo. Casi no vienen y cuando vienen no recogen toda la basura. Propusieron instalar más canecas y más grandes en el parque. Un vecino, al que recuerdo con una subametralladora en la mano la noche del pánico del paro del 21 de noviembre del año pasado, propuso ponerle veneno y comida de señuelo en las cajas de icopor. Yo no dije nada respecto a la última propuesta para evitar problemas con los vecinos. Así me educaron, respetuoso de la opinión ajena. Pero me preocupó la vida del animal.

Dado que el animal estaba cebado; que todas las noches estaba viniendo a desparramar los tarros de basura, decidí puestiarlo (así decía mi abuelo). Me preparé para una noche de guardia. Supuse que tendría que esperar hasta las tres o cuatro de la madrugada, que son las horas más tranquilas. No fue necesario. Cerca de las once de la noche, cuando ya no quedaba ni siquiera un marihuanero en el parque, lo vi llegar. Salió del lado del río, del lado más oscuro, del lado del guadual de los viciosos: flaco, lento y sucio, caminaba en dos patas, casi encorvado, de un metro cincuenta de altura. Va directo a un tarro de basura y escarba sacando pequeñas bolsas plásticas,

 negras y blancas, que contienen mierda de perro. Nada. Luego se dirige a otro tarro instalado en el poste. Entonces, bajo una luminaria led de luz blanca, lo vi negro y con rastas.

Despanzurró una bolsa de basura y halló una caja de pizza vacía. Nada. Luego empezó a escarbar como gallina: volaban botellas plásticas, chuspas con caca de perro, canecas metálicas de cerveza, una caja de vino. Nada para echarle a la muela. Miró hacia los lados y fue hacia otro tarro. Después de escarbar, despanzurrar y tirar, bingo: una caja de icopor con comida. Por la manera como lo cogía, supuse que comía un pernil de pollo. Tiró el hueso y siguió escarbando. Encontró otra caja. Se sentó en el pasto, en el mismo sitio donde había estado la pareja de enamorados comiéndose a besos; él comía con las manos.

Pensé en el vecino de la subametralladora, el que quiere envenenar al animal. Pensé en espantarlo. Tenía hambre, mucha hambre.

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